27 de agosto de 2010

Doña Francis, una dama inolvidable

Doña Francis, una dama inolvidable Acaba de fallecer en Tegucigalpa Francisca Fiallos, viuda de Ponce, apreciada dama originaria de Comayagua (emparentada con José Trinidad Cabañas Fiallos); pero nacida en El Salvador, en donde sus padres residían huyendo de la persecución política que era tan común en aquellos años.

Y que vivió la mayor parte de su vida, en Olanchito, junto a su esposo don Alirio Ponce y sus siete hijos. Haciendo parte de la identidad de una sociedad, en la que junto a sus hijos, contribuyó en darnos a los que nos formamos en aquella ciudad, el sentimiento de lo maravilloso del servicio, la simpatía por el otro, el interés por las causas cívicas y el bienestar de todos sus integrantes. Fue una de las mujeres referentes, que no hacía distinción en razón de posesión de bienes o apellido alguno. Para doña Francis lo que importaba era la condición humana; y a ella, era la que servía con enorme y natural dedicación.
Empecé a frecuentar su casa, en compañía de Arturo Morales Fúnez, una vez que forjé una indestructible amistad con su hijo, el ahora abogado Felipe Danilo Ponce, entonces nuestro compañero en el cuarto curso de secundaria en el Instituto Francisco J. Mejía de Olanchito. Recién acababan de regresar, Felipe y su familia, de México en donde habían residido durante algunos años. Felipito, como le llamaban entonces a mi compañero, venía “intoxicado” de la revolución mexicana, cosa que me interesaba en alto grado. Y como él era un buen lector y un excelente conversador, muchos de mis mejores recuerdos de esos años inolvidables, están llenos de las historias suyas, sobre Emiliano Zapata, Pancho Villa y Felipe Angeles, figuras que destacaron en el estallido social conocido como la “Revolución Mexicana”.
Muchas de estas conversaciones, iniciadas en el colegio o en el Parque Central de la ciudad, terminaban en el comedor de la casa de los Ponce Fiallos, en donde doña Francis no sólo mostraba sus habilidades culinarias – cosa que para entonces no eran de mi mayor interés – sino que además, mostraba su enorme vocación por hacerlo sentir bien a uno, alrededor de una mesa generosa, en donde se imponía su disposición para satisfacer lo que entonces eran los bruscos y limitados deseos culinarios de un joven estudiante miembro de una familia pobre que no sabía distinguir todavía lo que eran los placeres gastronómicos de las simples obligaciones orgánicas del comer. La última vez que conversé con ella, ya hospitalizada; y a pocos días de concluir su vida terrena, le recordé los almuerzos extraordinarios ofrecidos y fundamentalmente, las cebollas navegando entre el aceite de oliva y el vinagre que nunca antes había probado en mi limitada y poco amplia vida culinaria.

Pero creo que lo más importante de doña Francis era su natural disposición para hacerlo sentir importante a uno. Sus afectos y sus atenciones, me hicieron reconocer que tenía un valor especial como ser humano, que no tenía porqué reclamárselo a los demás. De repente ella es la responsable para que yo haya aprendido, que tenía un valor que los demás debían reconocer, no para darme gusto, sino que para que todos nos enriqueciéramos. Años después, descubrí cómo los humanos nos hacemos en el contacto, en la cercanía y en el reconocimiento afectuoso que doña Francis cumplía con natural disposición.

Detrás de esta forma de tratar a los amigos de sus hijos, había algo más que simpatía, para que quisiéramos a Felipe. Se trataba, de algo más claro, más complejo y más humano. Nos veía a cada uno, no como lo que éramos, apenas un flor menguada que no se sabría si maduraría alguna vez, sino como algo grande y consolidado. Era una mujer esperanzada, que en vez de vernos como lo que éramos, anticipaba lo que seríamos, con mucha más energía y cariño que incluso nuestros propios familiares que, más bien, en una visión pesimista de la vida, anticipaban fuertes emboscadas de la existencia y las adversidades, en las que creían que, igual que otros de sus parientes, terminaríamos derrotados. Pero su cariño, tenía una expresión verbal poco expresada por otros. Nos bautizó, igual que a sus hijos, dándonos un apodo particular. A mí, me llamó “Juancho”, en una suerte de complicidad, que ahora que falta en la tierra, me duele en el centro del pecho no escuchársela de su boca generosa. Que descanse en paz, doña Francis.
Por : Juan Ramon Martinez