24 de octubre de 2010

Escuchando a Angélica María

Dedicado a Carlos Urcina Ramos...
Los perros no lo ladraban cuando regresaba, a altas horas de la noche. Era el primero en encaminarse al trabajo en las plantaciones de banano de la Standard Fruit Company ubicadas cerca de Arenales; y el último en regresar. Fue el primero que celebró, las horas extras, especialmente las nocturnas. Mientras otros ponían mala cara cuando el gerente de la finca pedía voluntarios para trabajar en el riego nocturno; o en el corte extraordinario para cumplir los pedidos del exigente mercado de Nueva Orleans,

 Argelio Panchamé era el primero en apuntarse. Nadie comprendía de dónde sacaba tanta energía para trabajar en la forma que lo hacía; y mucho menos cuando no tenía mujer e hijos a su cargo, no bebía; ni jugaba chivo. Ni le gustaban las putas que entonces, alguien para no mortificar a las mujeres decentes, había inventado el sustantivo de “Polacas”. Porque más bien vivía en forma tan austera que incluso él mismo “se hacía los alimentos”. “Se cuida solo”, decían sus compañeros de trabajo. Y además, “lava su ropa, remienda la que tiene daños; y lo hace muy bien”, decían algunas mujeres con discreta admiración, para que sus maridos no las escucharan, porque en aquellos tiempos hablar de las virtudes de un hombre soltero, podía significar muchas cosas. Todas ellas de malas y peligrosas consecuencias. Especialmente para las mujeres que hacían vida marital con hombres celosos e inseguros.

Cuando le preguntaban por qué se sacrificaba tanto, si estaba haciendo las donas para casarse en Olancho de donde contaban que era originario, se reía, al tiempo que decía “es un secreto personal”. O cuando otros para significar sus propias ansiedades y frustraciones, le decían que sospechaban que estaba haciendo dinero, para hacerse rico y no volver a hablarles a sus amigos de los campos bananeros. En estos casos, reaccionaba con mucha humildad, negando tales extremos, con lo cual se renovaba una amistad que transcurría entre el desamparo y la fraterna solidaridad, especialmente en momentos en que les tocaba enfrentar a los rudos capataces de la “empresa”.

Pero su vida no era del todo transparente. En septiembre se alejaba del campamento bananero para viajar a Olanchito. Muy temprano de la mañana, antes que las más madrugadoras de las mujeres encendieran los fogones, en su pequeña valija de lata, empacaba su único traje, negro y brillante por el uso, una camisa de cuello duro, una corbata azul con cinco estrellas en el centro, un par de calcetines blancos y un par de zapatos “Florshein”, comprados a precios de rebaja en el Comisariato de Campo Rojo, hacía exactamente cinco años. Nadie le veía tomar el tren a primera hora. Hacía las cosas de manera furtiva, como escondiendo algo; o simplemente temeroso que los otros, que lo creían austero y disciplinado descubrieran que era como ellos, un ser humano con frágiles debilidades. Sólo cuando estaba sentado en la sección de segunda del tren “local”, respiraba tranquilo y empezaba a soñar, con los gozos y las alegrías que le depararía la celebración del día de la Patria, en la cercana ciudad de Olanchito, en donde había descubierto que celebraban la mejor semana cívica de todo el país.

Lo que más le gustaba eran los discursos. La mayoría de las palabras no las entendía –“ni falta que le hacía”, pensaba– sino que el gozo se lo proporcionaba el sonido de las palabras, la tonalidad de las expresiones y los gestos, airados, solemnes y generosos de los oradores que obligaban al aplauso emocionado de los oyentes. A él, enfundado en su traje negro de corbata –que habría hecho reír a sus compañeros de trabajo; y a más de alguno decir, con seguridad, que andaba amortajado– sudando a chorros, con las manos sudadas por la emoción, los aplausos le salían de adentro cuando escuchaba hablar de la Independencia, de las luchas de los españoles, y de los letrados en contra de los dueños de las tierras, de las vacas y de las minas. Cuando terminaban los actos y se iniciaban los desfiles militares, de las escuelas del Ejército, la Fuerza Aérea y la Marina, su ánimo decaído discretamente por el fin de los discursos, retomaba fuerzas nuevamente. Los pasos perdidos de los jóvenes cadetes de la Escuela Militar lo intrigaban; y buscaba, como niño en fiesta, que alguno se equivocara, cosa que no podía apreciar. Pero lo mejor era cuando los de la Fuerza Aérea, hacían el paso de los legionarios, que en un minuto, daban 165 pasos, que nunca pudo contar más allá de 37, su marca más alta. Al final, cerca de las cuatro de la tarde, se encaminaba a la casa de un viejo amigo de sus padres, en donde cambiaba de ropa; y vestido de jornalero de la compañía bananera, regresaba, con los hombros caídos, otra vez a la rutina interminable de los días iguales, de los mismos saludos, de los mismos cuentos y, por supuesto, de las mismas mentiras de los mentirosos que nunca faltaban, cada tarde, con su auditorio reunido, esperando que cayera el sol y la noche, y obligara a todos a refugiarse en sus pequeños cuartos de madera, a soñar con los leones.

La siguiente fecha en el calendario de sus esperanzas era el mes de diciembre. Entonces recibiría quince días de vacaciones pagadas. Que redimían todos los sacrificios que veía diariamente en su cara envejecida, en el color de piel cetrina, en la fatiga que acompañaba cada una de las tareas que le tocaba cumplir como peón en las actividades del cultivo y cosecha de los bananos de exportación. Por momentos, en las horas de la noche, cuando todo estaba callado en el campamento bananero, quiso arrepentirse por lo tonto del esfuerzo y lo irracional de sus sacrificios. Pero sólo fue algo parecido a la última tentación del sacrificio, se dijo a sí mismo, riéndose. Se acomodó en el lecho, bajó el mosquitero, apagó la lámpara de petróleo y se quedó profundamente dormido como un niño arrullado por los brazos generosos de su madre.

Al fin llegó el día. Se vio, afeitado, con el cabello engominado, con el sombrero borsalino recién comprado, con la camisa blanca y la corbata recta e impecable, cayendo sobre la hebilla brillante de su cinturón nuevo, el pantalón con las rayas en su lugar y los zapatos, brillantes como los de los cadetes del desfile del 15 de septiembre. Antes de cerrar la pequeña valija que tuvo que aceptar que desentonaba su tufo proletario; pero estaba convencido que sin ella no habría conseguido nada de lo que había logrado. “Me da suerte”, se dijo. Al rato, sentado en el avión, le emocionó mucho el saludo del Capitán Fajardo, que conduciría el avión a México. Por momentos tuvo la impresión que el saludo no era para todos los pasajeros, sino que para él, Argelio Panchamé, originario de Olancho y vecino de Olanchito, que después de un año de trabajo intenso, de privaciones innumerables y de sacrificios conscientes, se encaminaba hacia la ciudad de México a cumplir con su meta. Desde la ventanilla del avión, vio cerca de una hora seguida, la inmensa ciudad. “Es grande como me habían dicho”, pensó. A la salida del aeropuerto, tomó un taxi que lo llevó al Hotel Versalles, en la esquina de General Prin y Río Gallegos. Se cambió de traje, después de bañarse con agua tibia y jabón oloroso. Se echó encima de la cara más loción que la que acostumbraba; “pero todo está justificado” se dijo. Salió del hotel, tomó un taxi. “Al teatro Blanquita”, le ordenó con seguridad. “Usted no es de aquí”, le dijo el taxista con un español cantado más que el suyo. “Soy hondureño”. “Conozco varios, todos son buena gente”. “Muchas gracias”.

El teatro estaba lleno de gente, de olores, de humos y de humores. Los mariachis cantaban. Y cuando concluían, una orquesta de más de cien músicos tocaba canciones de Agustín Lara. “Esto parece un estadio jugando el Olimpia con el Motagua”. No acababa de sentarse cuando presentaron a María Victoria, cuyas cuatro canciones todas las conocía, y las tarareó con gusto. Después Alberto Vásquez y su eterno cigarrillo. “Creí que no lo encendía”, pensó. Después Enrique Guzmán, que pálido y delgado, le pareció muy tierno, muy joven y sin la voz que deben tener los hombres, cantó “Popotitos” que uno no entiende bien” pensó; pero que le gustó el ritmo pegajoso, para algarabía del público, cerrando con “Despeinada”. Después el maestro de ceremonia anunció a “la novia de América”, la mujer más bella del mundo hispano, la más graciosa artista de la canción, la voz que más se parece a una manifestación de alondras perdidamente enamoradas, Angélica Maríaaaaaaaaaaaa”. Los aplausos parecía que derribarían el techo del teatro.

Sintió que se perdía en el estruendo, en la alegría de la presencia de aquella mujer a la cual, la luz de los reflectores mostraba en toda su belleza sutil de los veinte y tres años, frescos y lozanos. Tal como la había soñado, en repetidas noches emocionadas, mientras se sacrificaba ahorrando para hacer posible este momento único e inolvidable. Sólo pudo detenerse porque clavó sus ojos en su mirada. Ella, sorprendida, entre miles de boas que le gritaban y la celebraban, lo escogió a él, para clavarle sus ojos mansos, su sonrisa sensual y las seguras promesas que esa locura, era sólo suya. Y cogido de ella, impidió que el tumulto emocionado los expulsara por las ventanas. Cuando el ruido cesó y Angélica María empezó a cantar, sintió que le faltaba la respiración. Se aflojó la corbata y no obtuvo resultados. Se pasó el pañuelo azul por la cabeza y al regar el sudor sobre las primeras arrugas de su frente quemada por el sol de los trópicos, empezó a sentir la calma que sólo recordaba, había sentido en sus primeros orgasmos juveniles. Alguien había dicho después que era como la muerte; pero chiquita. Dejó que el cuerpo resbalara por la silla acolchonada, en el mayor sentido de satisfacción de su vida. Y no supo más.

Despertó en el hotel. Vio el reloj, eran las cuatro de la mañana del día siguiente de su llegada. Quiso ir al baño y no pudo ponerse de pie. Se dio vuelta sobre la cama, se arropó confortado en su debilidad. Y nuevamente volviose a dormir. Angélica María volvió a cantar una, dos y tres veces sus canciones favoritas y él en sueños volvió a desmayarse de emociones incontrolables.

Al día siguiente, los camareros lo encontraron muerto, con la mejor sonrisa del mundo dibujada en su cara, ahora trocada nuevamente en juvenil. “La cara más bella que he visto en mi vida”, dijo el gerente cuando entregó el cadáver al encargado de la morgue de la ciudad de México.

Juan Ramón Martínez