Por: Juan Ramón Martínez
En 1961, empecé a prestar servicios como profesor de grado en la Escuela de Varones “Modesto Chacón”, en donde en 1954 había concluido mis estudios primarios. Contaba entonces con 20 años de edad. El logro de tal oportunidad, fue posible por el apoyo que me brindara don Lino Santos Alemán, a quien le solicité que me recomendara con el supervisor departamental de Yoro.
Ya empezaba a rebrotar el clientelismo político y el sectarismo. El que el gobernante y el gobierno fueran liberales, hacían que los empleos se dieran preferentemente a los liberales. Y dentro de los liberales, a los que tenían familiares cercanas al lidrazgo local; o como en mi caso, si contaban con el reconocido empresario, dueño de uno de los más prestigiados centros de diversión local, era también corresponsal de Diario “El Cronista”, el más influyente del país; y en consecuencia, compañero mío en el bloque de prensa. Para entonces y desde el último año de secundaria, era el administrador y principal colaborador del Semanario “Patria”, que dirigía entonces Carlos Urcina Ramos. Además, como es característico en los olanchanos que extienden el parentesco hasta donde les permite la memoria, don Lino Santos, cada vez que conversábamos me preguntaba por mi padre; y aprovechaba para recordarme que “Juan y yo, somos parientes”. En efecto, la madre de mi papá, Antonia Cruz Alemán era originaria de una comunidad cercana a la aldea de Palalá, municipio de La Unión, de donde había nacido y vivido sus primeros años don Lino. Por lo que no es remoto considerar la certeza del lejano parentesco que para él era motivo de orgullo.
De izquierda a derecha, agachados: Epaminondas López, Bardales, Roberto Cojulun, Oscar Alvarado, Juan Ramón Martínez, (profesor del grado), Mario Rivera, Jorge Meléndez, Santos Zelaya; de pie: Terencio Navarro, Rivera, Carlos Muñoz (donante de la fotografía), Pinche Moya, Harlem Alemán, Nelson Posas, Audelio Herrera, Darío Núñez, Julio Cesar Puerto, Antonio Reyes, Heliud Quesada, Wilfredo Rodríguez, Ciriaco Posas, Pastor Rivera, Mario Ceicilio Castro, Joaquín Herrera, Salomón Sorto, Enrique Posas, René Alvarado, Bertilio Munguía, Donald Lozano, Germán Rojas, Alexis Fajardo. Falta en la fotografía Oscar Luis Irías, que ese día, no fue a clases. (fotografía original, propiedad del Coordinador Juan Ramón Martínez)
El director de la Escuela “Modesto Chacón” –bautizada así en homenaje a un sacerdote muy progresista que estuvo al frente de la parroquia de Olanchito- era para entonces, Renato Quezada, un hombre bueno y cordial, sensible y cortés, miembro de una de las principales familias de la ciudad, tanto por su honorabilidad y disposición de servicio y liderazgo, como por el hecho que gozaban en su conjunto de una de las mayores fortunas ganaderas de entonces. Como nos conocíamos, me recibió con mucho afecto, señalándome sin mayores explicaciones –que considera además innecesarias porque lo que me urgía era el empleo como maestro- que me encargaría de sexto grado. Tal cosa no dejó de sorprender a más de alguno de los colegas que consideraban que un profesor recién graduado debía iniciarse con el primer grado y de allí, con la experiencia ir subiendo, hasta llegar al sexto grado. Algunos años después, varios de los ex alumnos –dos de ellos prósperos empresarios desafortunadamente desaparecidos muy jóvenes: Carlos Muñoz y Terencio Navarro- me refirieron que habían ido a donde el director Quezada a plantearle que ellos no querían al profesor seleccionado, en vista que los trataba con mucha dureza. Hay que recordar que estamos hablando de los años de la escuela primaria dura, en donde todavía se castigaba corporalmente a los alumnos. Aparentemente –y según el juicio de mis ex alumnos, que me refirieron el asunto muchos años después- el profesor rechazado, abusaba de esta libertad de corregir a sus pupilos, dándoles algunos varazos en las posaderas. Como era un desconocido para ellos, estaban convencidos que por muy duro que fuese, nunca sería como el mentor rechazado y que ellos habían sufrido durante por lo menos tres años seguidos. El sueldo que nos pagaba el gobierno era de 130 lempiras, con el inconveniente que nunca se sabía cuándo llegarían los cheques, de forma que se inició la costumbre de “venderle” a los comerciantes árabes de la localidad el cheque, a cambio de una comisión. Pagué en varias oportunidades cinco lempiras, con el compromiso de entregar el cheque, cosa que todos los profesores, sin excepción cumplíamos. Por un detalle adicional a su proverbial honradez; si le fallaba al comerciante árabe, nadie en la plaza y sus alrededores estaría en condiciones de hacerle un nuevo adelanto. Y sin adelanto, la situación se volvía terriblemente incómoda para el profesor sin dinero y con muchas deudas en las pulperías locales.
Fui, desde el primer día de clases, muy afortunado. El grupo de alumnos era numeroso, la mayoría inteligentes y muy dispuestos a aceptarme como su mentor. Algunos incluso, tenían una edad mayor que la mía, que a mis veinte años, lucía como si tuviera menos. La mayoría eran de la ciudad; pero también otros eran originarios de los campos bananeros y del valle arriba especialmente. Incluso uno de ellos, era originario de Olancho. El más destacado e inteligente de mis alumnos era Julio Puerto –conocido como Yuyo- que tenía una disposición natural para los nuevos conocimientos, disciplina para el estudio y mucho orgullo y fuerza, dispuestos en dirección a ser siempre de los mejores. Igual que los otros dos alumnos citados, Julio, después de estudiar agronomía –profesión que no le venía bien por sus inclinaciones humanísticas- se dedicó a las prácticas religiosas. Y según supe, la muerte lo encontró cuando espigaba con éxito como pastor evangélico en Olanchito o en sus cercanías. El segundo en talento era Ciriaco Posas, alto y elástico, buen jugador de fútbol, de fácil sonrisa; y con las más imaginativas excusas en la punta de la lengua. Concluidos sus estudios en Olanchito, se vino a Tegucigalpa en donde se formó en un colegio técnico, se hizo formador muy dedicado; y ahora, retirado supongo, después de forjar una familia ejemplar, reside en los Estados Unidos. Otros nombres que recuerdo en este momento, son los de Joaquín Herrera, Enrique Posas, Jorge Meléndez, Carlos Muñoz, Ocampo, Terencio Navarro.
La convivencia con estos jóvenes, a los que me sentía por edad –muy cercanos sus visiones y sueños-, fue una gran experiencia. Gocé el placer de la enseñanza, basada más en el ejercicio de la palabra, en vista que en la escuela los recursos pedagógicos se agotaban en una pizarra de madera, yeso para escribir y unos cuantos mapas de Honduras y del mundo y figuras del cuerpo humano. Trataba que los alumnos se sintieran bien durante ese año, en que descubrieran las virtudes de la disciplina como medio para tener éxito y lograr la libertad personal y asegurar su felicidad, el fin auténtico de sus vidas. Incluso, llegué aficionarme a los huesos y músculos del cuerpo humano, los que extrañamente no tenían que ver con el mundo de mis intereses conscientes, porque nunca supe que sintiera inclinaciones por la medicina, especialmente por los huesos mayores del cuerpo humano, los que terminaba por dibujar en la pizarra con el mayor número de detalles. Pero como es fácil imaginarlo, los temas que más me entusiasmaban eran los de historia de Honduras y de América, el funcionamiento de la sociedad, la operación de las instituciones republicanas y el comportamiento de los pueblos. Carlos Muñoz dijo una vez, varios años después en un acto público en que llegué a Olanchito a presentar mi primer libro de cuentos, (La Pasión de Prudencia Garrido y otros relatos, Editorial Universitaria, UNAH, Tegucigalpa 1995) que, en varias ocasiones, les dije que había que imitar a Fidel Castro que, para entonces, representaba la “dignidad de América”, concepto que durante mis años de estudios secundarios, me había comunicado Ibrahim Puerto Posas, (ex dirigente del FRU, durante sus estudios de derecho en la UNAH) cuando nos enseñaba filosofía en el Francisco J. Mejía. Cuando oí a “Calín” Muñoz, no pude recordar lo que sostenía; pero aprendí en ese instante que, cuando hablan los viejos alumnos, los maestros tenemos que llamarnos al silencio. Por ello, sonreí ante sus palabras, dándoles el asentimiento correspondiente, cosa que no fue difícil porque para entonces habíamos pasado los difíciles años de los años ochenta del siglo pasado, que fueron los que albergaron la llamada “guerra fría”, entre otras cosas, nos dejó muchos hogares vacíos, tumbas regadas en lugares desconocidos y muchos rencores que todavía no han terminado de abandonar el corazón de muchos.
Además de los deberes de la Escuela Primaria y del semanario Patria, participaba activamente en la programación de Radio Mercurio, emisora que había instalado ese mismo año Luis Enrique Aguiluz –fallecido este año, precisamente- en donde dirigía un programa musical que se especializaba en merengues. El programa se llamaba “Rico Caliente y Sabroso”. Aquello no me gustaba porque la música no era lo mío, al extremo que bailé hasta el último año de secundaria, obligado por las bromas de mis amigos que bailaban con mi primera novia oficial y porque los que entonces eran los modelos que seguía -Lisandro Quezada, Juan Ramón Fúnez Herrera, Ramón Amaya Amador y José Abel Melara- nunca había bailado, como era el caso del autor de Prisión Verde; o no lo hacían los restantes, cuyo mayor placer era beber cerveza y conversar en El Astoria, propiedad de Domingo Urbina y Argelia Saybe Nicoly. De forma que a la primera oportunidad, le pedí a “Colocho” Aguiluz que me permitiera mantener un noticiero de media hora, con noticias y comentarios locales, en compañía de Juan Fernando Avila Posas. Aguiluz estuvo de acuerdo con el proyecto. Era una manera de compensarnos de alguna manera los esfuerzos voluntarios que hacíamos como locutores y operadores de la radioemisora que hasta ahora, nunca supe cómo su propietario lograba sostener. Nosotros fundamos entonces ¡Aquí, El Pueblo!, noticiero diario que pasábamos a las doce del mediodía. La audiencia de toda la radio y del noticiero en particular era muy alta. Ofrecíamos noticias locales exclusivamente y en varias oportunidades incluso los políticos locales dirimieron sus diferencias en el interior de la cabina de radio, en el horario de nuestro noticiero. A cambio del éxito, Juan y yo, recibíamos una cantidad muy importantes; yo cerca de cien lempiras y él unos setenta lempiras mensuales. En estas actividades, consolidé mi vocación periodística, forjé mi liderazgo y valoré como nadie, la posibilidad de consagrarme a servir al país. Cuando Darío Turcios que entonces estudiaba y se destacaba como líder estudiantil en la Escuela Superior del Profesorado Francisco Morazán, me preguntó –notándome tan contento y tan ajustado a la vida de la ciudad –que si mis planes era ser alcalde de Olanchito, me di cuenta del mensaje. Y esa misma noche tomé la decisión de buscar la forma de dejar la ciudad de mis amores y mis querencias, para viajar a Tegucigalpa a estudiar. Siguiendo sus pasos. Por supuesto, tendría que pasar un año más en donde trabajaría con otro grupo de alumnos, vería morir a mi abuelo Victoriano Bardales Núñez, padre de mi madre; y tenía que enfrentar el reto de ver hacia adelante, sin escuchar los reclamos del corazón enamorado; y sin volver la vista hacia atrás.
Fuente : Diario La Tribuna