7 de marzo de 2013

La partida del terruño : Juan Ramon Martinez


Por : Juan Ramon Martinez
Era un lunes de febrero, seco y fresco del año de 1963, el último del gobierno constitucional de Ramón Villeda Morales. El probable golpe de Estado que darían los militares, era tema inevitable en las conversaciones políticas en una ciudad de sólida estructura liberal. Me levanté temprano para entrar al baño que teníamos en el patio, en la vieja casa del abuelo, en la calle La Unión, la calle que entonces era una de las principales de Olanchito, porque terminaba en la estación principal en donde llegaba y salía todos los días, el ferrocarril que proveniente de La Ceiba, traía comestibles, combustibles y pasajeros. Y llevaba productos agrícolas para La Ceiba, Tela y San Pedro Sula.

Estaba nervioso. El sentimiento era el de un hombre solitario que se preparaba para una aventura que no tenía regreso. Y en cuya decisión, solo contaba con el silencio al borde de las lágrimas de las tías Tila y Pimpa, que tanto me quisieron, las miradas inexpresiva de mis dos primos hermanos, el respeto de mi padre, la esperanza sin fisuras de doña Mencha; y la estudiada y deliberada indiferencia de la muchacha que en algunos momentos, meses antes, me había dicho al oído que daría la vida por mí, en vista que no podría vivir sin mi presencia. Esta mañana, dormía plácidamente, estaba en la escuela San Jorge, matriculando sus alumnos; o dando clases, riendo y mostrando a sus compañeras que no le importaba que el hombre de su vida, emprendía una ruta para posiblemente no volver.

Me vestí, modestamente como se usaba entonces, -no pensé en ponerme saco y corbata- volví a ver el reloj nerviosamente, para constatar que eran cerca de las nueve de la mañana y que en unos instantes, llegaría Betio Zúniga, gordo, afable, con la cara tirando a colorada, manejando un “Land Rover” gris, en el cual nos conducía a los pasajeros que viajábamos fuera de Olanchito, usando la vía aérea; y a los que por diversas razones venían a la ciudad, desde nuestros hogares a lo que después, cuando ya me había consolidado como escritor, para sorpresa de Roger Orellana Irías que nunca creyó que lo lograría, tal lo que me dijo algunos años después, en las oficinas del INA, donde ahora está la parte sur del edificio de la cooperativa Elga, pese a que me había oído como orador estudiantil de “indudable bríos y fuerza”, al decir de Max Batres Sorto, y escribiendo crónicas y editoriales en el Semanario Patria, que dirigía entonces Carlos Urcina, los llamábamos, el aeropuerto internacional de Arrayan. Aquí, había una caseta metálica prefabricada, un radio precario con el cual Arnulfo Funes, agente administrador de las operaciones de la compañía aérea, en un lenguaje que a muchos nos parecía esotérico, a otros falsos y a mí, absolutamente indiferente; y que tenía que ver, según supe años después conversando con los viejos pilotos que aterrizaron allí, información sobre la velocidad del viento, la calidad de las nubes, la altura; y en qué dirección se movían.
E indicación que no circulaban ninguna vaca o caballo en aquel descampado casi árido que servía de contacto a la ciudad con el mundo. En el “aeropuerto”, con un baúl metálico que había comprado apresuradamente en 26 lempiras en la tienda de Rafael Nasser el día anterior y que para entonces formaba parte del equipaje de los viajeros que nos encaminaríamos por diversas razones a Tegucigalpa. No recuerdo ningún nombre de los pasajeros acompañantes; ni el rostro de los pilotos que, normalmente, no les interesaba bajar a una pista de tierra, sin nadie con quien conversar; y siquiera sin recibir la atención de una taza de café o un refresco helado. Para los pilotos también, nosotros éramos bultos que conducían a Tegucigalpa, no importando quiénes fuéramos. Lo único que sí me quedó claro, pese al tiempo transcurrido, es que el avión no iba lleno. El viejo DC, construido en los cuarenta para transporte de tropas que luchaba contra Hitler en la II Guerra Mundial, gozaba de una indudable fama, como brioso corcel capaz de moverse fácilmente sobre la quebrada geografía de la indómita e indiferente Honduras. En la parte de atrás, llevaban varias latas de manteca y algunos costales llenos de frijoles.

Tuve ganas de llorar por el miedo ante la aventura que iniciaba; pero como para hacerlo se necesita quien le haga la segunda, en la absoluta soledad, sin un familiar cercano o lejano para llevármelo a la boca, algunos compañeros fraternos que posiblemente no se habían dado cuenta que me preparaba para dejar a Olanchito para siempre; y lo más grave sin la novia, en cuyo nombre buscaba mejorar mis estudios, aumentar mis ingresos, para alguna vez en el futuro, formar un hogar con ella, los ojos mantuvieron secos y firmes. Mis mejores amigos no estaban ya en la ciudad. Darío Meléndez, creo que no se dio cuenta que la patria chiquita. Juan Fernando Ávila, Luis Enrique Aguiluz –el dueño de la radio en donde me había iniciado en la comunicación de noticias y en la presentación de música tropical- y Carlos Urcina, no le dieron importancia al viaje. Posiblemente esperaron que regresaría la semana siguiente. Por lo que no había que hacer el sacrificio de la despedida que imaginaban que era por un poco tiempo nada más.

Al frente, en Tegucigalpa –que había conocido en 1960 en un concurso nacional de oratoria, durante el cual pronuncie un discurso de tono liberal en el Salón Azul de la Casa Presidencial y el presidente Villeda Morales me regaló con una dedicatoria muy elegante, las “cartas autógrafas de José Cecilio del Valle” que nunca supe quien me lo “robara” de la primera “biblioteca” que había formado posiblemente siguiendo el mismo expediente –tenía la familia en donde me habían ofrecido generoso alojamiento, formada por donde Irene Alvarado, gestor judicial y fumador impenitente y doña Eva, su esposa, una mujer trabajadora y peleadora por sus afectos, que todavía anda por allí, haciendo la lucha por los nietos y los bisnietos; o contándome lo que le ha pasado a cada uno de sus hijos: Óscar, René, Tona y el “gordo” José Ramón, que al paso de los años, sería mi compañero en La Tribuna. Además, estaban mis amigos Elvin Santos y Bill Oneil Santos, cuyas direcciones conocía.
Y que además, estaban enterados que ese mes llegaría a estudiar a la Escuela Superior del Profesorado Francisco Morazán. Aquí, en esa institución, conocía a Cecilio Dueñas Quezada, que era el secretario de la institución, a Darío Turcios, entonces dirigente estudiantil muy destacado; y que había sido hasta entonces, no solo mi mejor amigo, sino que además, el que más me había motivado para siguiera sus pasos, yéndome de Olanchito a Tegucigalpa, a buscar en otros lugar nuevas formas de conocimientos y experiencias, incluso con la brusca expresión que si me quedaba en el pueblo natal –que era una evidente tentación que los amores no disimulaban- que si no le hacía caso y le decía adiós a los recuerdos que juntos habíamos compartido en el instituto Francisco J. Mejía, el riesgo mayor era que algún día, me eligieran alcalde municipal de la ciudad, los pícaros políticos locales.
Allá, en la Tegucigalpa al que el bimotor se acercaba seguro y sin fatigas fuera de las acostumbradas y necesarias, estudiaban además, Horacio Reyes Núñez, posiblemente el joven más talentoso y “mejor portado” que produjo mi generación que, incluso, cuando estábamos en la primaria, lo “sacaban” representando a los ángeles del cielo durante las procesiones del Corpus Cristi; su novia de toda la vida, Teresita Nasser –la mejor estudiante de mi tiempo y a la cual nunca le pude arrebatar el primer lugar en la disputa por las más altas calificaciones estudiantiles, conformándome con un honroso, digo ahora, segundo lugar que al paso del tiempo, se vuelve más honorable- José Antonio Murillo que cursaba Ciencias Sociales en la superior, mi primo Jardel Quezada que estudiaba Derecho en la UNAH, Aníbal Murillo que estudiaba medicina y su esposa Estela Calderini; y Julio Escoto a quien había conocido en San Pedro sula, en momentos en que presentaba el examen para obtener la beca de cien lempiras mensuales, de febrero a noviembre, gracias a la cual, me conducía en el aparato metálico que lento al principio, rápido después se deslizó por una pista dura, llena de guijarros, hasta levantar vuelo encima de los potreros de la hacienda de los herederos de don Felipe Ponce.

No menos de un minuto después, estábamos encima de los techos metálicos de la ciudad que identifique plenamente, experimentaba sentimientos similares y que se llevaba un pañuelo a los ojos. Pero eso, seguro que aunque fracasara –porque la Superior era la institución superior más exigente del país, al extremo que si a uno lo aplazaban en una materia siquiera, inmediatamente perdía la beca y no podía estudiar jamás allí, porque se tenía la seguridad que los maestros, teníamos que ser los mejores- jamás volvería a Olanchito. Ni siquiera para buscar a la novia que dejaba atrás y que no había tenido la sensibilidad de darme el beso de la despedida que tanto necesitaba en aquel momento de soledad.
Atrás quedaban mis padres, Juan Martínez y doña Mencha, mis hermanos: Antonia, Vani Edgardo, José Dagoberto (que estudiaba en el Manuel Bonilla de La Ceiba su primer curso de ciclo común) Ana del Carmen, Ada Argentina y Jorge Abel. Y muchos amigos “campeños” que, por mis papás me habían conocido, querido y respetado; y apostaban a mi futuro. Cuando el avión tomó altura y las nubes borraron la cresta de las montañas, perdí el interés por la ventana y empecé a tomar conciencia que el pasado, era solo una fuente para extraer experiencias y fuerzas para seguir adelante. Que no me aferraría a él. Ni sería un peso muerto en mis espaldas. Que lo único que tenía al frente, era el futuro que debía construir, a pulso, con dedicación y con paciencia. 45 minutos después, el avión aterrizó suavemente sobre una pista firme y estable. El avión se detuvo. Nos bajamos ordenadamente, una tras de otro, los pasajeros.

Al instante, nos entregaron el equipaje. Tomé un taxi y le di la dirección: a la vuelta de la pulpería Estrellita del Sur, en el barrio La Guadalupe. El chofer se sonrió. Le pregunté la causa y él me dijo: “Yo soy el dueño de la pulpería”. Unos minutos después nos llenamos de alegría saludándonos con don Irene, doña Eva y sus hijos. Había empezado la primera fase de mi condición de inmigrante interno. En la bolsa derecha del pantalón, tenía tres billetes de veinte lempiras, que me había dado mi padre, para tus primeros gastos me dijo Juan Martínez Cruz, entonces de 55 años de edad y dedicado peón de la Standard Fruit Company. Al día siguiente empezaría las clases de la Escuela Superior, ubicada al frente sur en donde ahora opera el hospital Viera. Y empezaría el camino que me ha llevado, en estos cincuenta años a vivir una rica experiencia, en la que aprendí de los demás, enseñé a muchos jóvenes y, por supuesto, conocí a Adán Elvir, gracias al cual, le di continuidad a la vocación de escritor que todavía me permite mantenerme en contacto con mis lectores.
Y pude lograr lo que siempre busqué: Influencia y fuerza pedagógica para influir en la vida social, política y económica el país. Porque nunca busqué riqueza; ni comodidad más allá de las típicas de la clase media. Pese a la alegría, de la anticipación del día siguiente, nunca pude imaginar la felicidad de estos 50 años en que formé una familia con una joven que el mismo 1963 había venido desde Choluteca a estudiar en la Normal de Señoritas, me entregué al servicio de la educación de los jóvenes y de los dirigentes campesinos del sur del país y encontré en los medios de comunicación colectivos, un espacio para participar e influir en la vida nacional. En esa dirección, participaría en la fundación de un partido político con Vicente Williams, Fernando Montes, Alfredo Landaverde, Ramón Velásquez, Arístides Padilla, Adán Palacios, Carlos Martínez, Rodolfo Sorto, Rafael Corrales, Emilio Ríos, Ventura Álvarez, José Antonio Casasola, y Marcos Rojas.
Redescubrí los encantos y la fuerza liberadora del cristianismo, conocí y aprendí a respetar al obispo Marcelo Gerin, -entonces de cincuenta años de edad- aceptar las vacilaciones y las sospechas inderrotables de Monseñor Héctor Enrique Santos; y a querer como a un hermano mayor adicional a Monseñor Raul Corriveau, al tiempo que puede servir desde Caritas en la atención de las necesidades de los que no tenían un pan que llevarse a la boca, mientras me orientaba la sensibilidad exquisita y delicada Margarita de Guillén, la paciencia de Monseñor Evelio Domínguez, Mito Anduray, Guillermo Arsenault, Sor María Rosa, Salvatore Pinzino, Julio Montoya, Kevin Kalahan y Antonio Mencía.
En este tiempo, también conocí a Pablo VI y fui recibido con Monseñor Domínguez, en el Vaticano. Para después, servir de ministro de tierras con Rafael Leonardo Callejas, presentarme con muy poco apoyo y éxito muy limitado, más de lo que me merecía, como candidato presidencial; y convertirme, más por edad que por méritos, en el más antiguo escritor de La Tribuna. Cincuenta años, en los que, he crecido y servido a Honduras y a su pueblo, con singular esperanza, soñando que algún día, la nación se pondrá de pie. Aunque otros sean los inmigrantes que desde lejos, vengan como yo, a sembrar sueños y a cultivar ilusiones.